Labriego.
El camino está todavía helado cuando sale de casa. El aire, frío y húmedo, entra en su pecho con respiración lenta y acompasada. En sus manos su herramienta, su amiga y compañera, la que le acompaña los días a sol y a sombra, de la que nunca se separa. Un azadón desgastado a base de golpes contra el conjuro de la tierra y sus entrañas. A veces centellea, arremete contra la piedra entre el terruño, la saca de su escondite, inerte y cobarde, escondida de la luz como un murciélago en una noche cerrada.
Pero otras se hunde en lo más profundo a la mala hierba, desafortunada y efímera, desterrada de su hogar que otras ocuparán para cumplir con lo que ella no puede por falta de casta.
[...]
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