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Sus manos, grandes y gruesas, son capaces de tapar el sol en una mañana soleada. Su piel, seca y agrietada, recuerda al trabajo implacable de largos jornales a solas, con el sudor corriendo como la mar salada por su espalda.
Su mirada es firme y viva, no teme, actúa con la exactitud de sentirse capaz, de saberse diestro en una labor que ama como a su hermana. Ha nacido con ella y para ella. Se conocen tan bien como el calor del verano y las cigarras.
Todavía hoy permanece en su recuerdo el primer contacto con su amada tierra. Con brillante clarividencia evoca la luz de aquella mañana, el reflejo en la escarcha del sol, implacable y devastador en tiempos de sequía, humilde y benefactor en la tierra húmeda y bien trabajada. Sus manos, aun tiernas, sujetaban del astil un azadón de madera recia, desgastado por el uso y la fuerza que su padre imprimía a cada azada, capaz de romper en dos la roca más sólida y compacta. Sus piernas, enraizadas, mantenían su cuerpo erguido y firme contra la tierra. Y su mirada, su mirada orientada al frente, al horizonte infinito donde le aguarda la nada.
Entonces aquel todavía niño no conocía el tedioso castigo que suponía su inminente tarea. No conocía la intensidad del abrazo a su apero y lo que duele la sangre cuando revientan las llagas de amarla.
Aquel entonces todavía era ese niño solitario y distante, amigo de su estampa en la llanura infinita de los campos de labranza, arropado por animales domésticos y montones de vieja paja amarilleada.
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