Aun sobre la
tabla, el equilibrista observa el limpio vacío que subyace bajo sus pies. Sus
fuertes tobillos arden como hierro fundido, conocedores de que del equilibrio
entre la maleabilidad y la rigidez de su estructura depende la proyección de su
imagen sobre el frío y escueto hilo de acero.
Con los hombros
relajados, el pecho elevado y la mirada al frente, el hombre siente la llamada
del fantasma del desvanecimiento, de la precipitación por el abismo. Es conocedor
de la fragilidad de su existencia pero no teme. Una intensa calma envuelve su
pensamiento. Sabe que después de caer, simplemente tendría que volverse a
levantar. Como otras tantas veces, el hombre se construye y reafirma en el
hombre. Y sigue caminando.